El olivo es un símbolo imponente del paisaje del Mediterráneo. Como el aceite de oliva lo es también en la mayor parte de los países del sur de Europa –con España, Italia, Grecia y Portugal a la cabeza– y del norte del continente africano. En sus comidas y supermercados. En el día a día de sus compras y sus hogares. Pero uno y otro, el olivo y el aceite de oliva, pierden protagonismo cuando más nos alejamos de un imaginario mapa del Mediterráneo. Y siguen muy lejos del resto de grandes mercados de grasas vegetales y animales a nivel mundial, más industriales y a la vez mucho más baratas.
El aceite de oliva supone hoy en día menos del 3% del total de grasas comestibles vegetales consumidas en el mundo, menos de tres millones de toneladas sobre un total de 190 millones de toneladas de grasas vegetales, según las estadísticas del Departamento de Estado de Agricultura de los Estados Unidos (USDA). Y si contamos las grasas de origen animal –mantequilla, sebo de cerdo, aceites de pescado–, muy comunes en centro y norte de Europa y en los países anglosajones, el peso del aceite de oliva estaría muy por debajo del 2% de las grasas mundiales. Las grasas de origen animal suponen más de 32 millones de toneladas al año.
Aunque si hablamos de su valor monetario, su peso es mucho mayor que lo que representan sus ventas: un 18% del valor de las grasas comestibles mundiales. En dinero, en torno a los 12.500 millones de euros.
Pese al incremento pausado del consumo de aceites de oliva en mercado no productores, o poco productores, como Estados Unidos, Japón, Brasil, Australia o el sudeste asiático, el consumo de aceites de oliva a nivel mundial no alcanza los tres millones de toneladas. Un gran desafío si tenemos en cuenta que en los últimos diez años se han plantado de decenas de miles de hectáreas de nuevas plantaciones de olivar intensivo y en seto que cuando alcancen su plena producción harán aumentar notablemente la producción mundial en años climatológicamente normales.